Adiós, Renata
Nosotros vinimos del agua, me dijiste más de una vez. Pero no, vinimos de Maipú, provincia de Buenos Aires, a doscientos setenta y cuatro kilómetros de la Capital, tres horas en auto, cuatro en ómnibus, cinco en tren. Vinimos de Maipú con dos valijas gastadas, una con tres ruedas y la otra remendada en el fondo con un parche al que además le faltaba poco para romperse. Llegamos a las tres de la tarde a una Buenos Aires caótica. Para vos la ciudad era hermosa, todo lo que alguna vez habías soñado, pero al mover los dedos, al contraer la frente, y en tu silencio, se notaba que tenías miedo. Y yo también tenía miedo, Renata, yo también.
Llegamos a Buenos Aires, y entre un ¿estás bien? sí, ¿y vos? sí, también, muy bien, encontramos la pensión El Lagarto, un lugar pequeño, oscuro y sucio. Pero estábamos en Buenos Aires. Por fin. Vos te anotaste en la universidad a estudiar actuación y yo al conservatorio a estudiar guitarra. Los dos empezamos a trabajar de mozos en un bar de San Telmo llamado La Poesía. Alquilamos dos camas en un cuarto para seis con baño compartido. Los primeros días, porque no nos animábamos a bajar los dos colchones y acomodarlos en el suelo, dormimos apretujados en tu cama. Era incómoda, pero estábamos acostumbrados: cuántas veces habíamos dormido en ese pequeño sillón lleno de pelos de gatos en la casa de tu tía, cuántas veces en mi cama de una plaza con los resortes gastados, y siempre fue igual: los dos de cara a la pared, tu espalda apoyada en mi pecho, mi brazo que rodea tu cadera, tu mano agarrada a la mía.
Lolo, Lolito querido, lo que pasa es que a vos la lluvia te destroza los ojos, y para colmo hoy se rompió el único paraguas que tenías. Tenés frío, y mientras tratás de proteger la mochila entre la campera y la bufanda, mirás fijo por dónde caminás: si pisás alguna baldosa floja, olvidate, vas a estar el día entero con las zapatillas mojadas. Agachado abajo de un balcón que te hace de techo, sacás una gran bolsa de esas de supermercado -lo hacés bien lejos del conservatorio para que nadie vea el paraguas marrón remendado, roto y vuelto a remendar-, metés el paraguas dentro de la bolsa y escondés todo en la mochila. Sonreís, hoy las zapatillas no se te mojaron tanto.
Ya en el conservatorio vas al baño. Tranquilo, en el baño no hay nadie, no debería haber nadie, si todavía es temprano. No querés cruzarte con él, hoy no, mejor dentro de una semana cuando se haya olvidado de lo que pasó, cuando puedas mirarlo otra vez a la cara. Abrís la puerta y metés la cabeza: no hay nadie, era obvio que no iba a haber nadie. Frente al espejo, te arreglás el pelo con un poco de agua. Así está bien. Hoy la rompés, la rompés seguro. Un chico entra al baño, y aunque tiene pinta de ser de primero, no lo ubicás. La campera de cuero negra que usa está bárbara, tiene unos jeans ajustados y esas zapatillas que viste en un local del Centro hace unos días: seis mil mangos unas zapatillas, imposible.
Esperás que se haga la hora para no cruzarte con nadie, hoy no. Hoy vas a ir a la clase, cumplís y te vas. No querés faltar. Si faltás te perdés, y andá a saber si después volvés a encontrarte. En el aula solo hay un par de personas. Mirás el celular, faltan diez minutos. Mierda, cómo podés haber calculado tan mal. Podés irte y volver, pero alguno va a pensar que te sentís mal y entonces van a preguntar qué te pasa, si tiene que ver con... No, mejor quedarse. Podés sentarte bien atrás, bien al fondo, para pasar inadvertido, pero si te cambiás de lugar alguien va a decir algo. Ahí está, como siempre con esa sonrisa del que se las sabe todas. Sos un idiota. Quedate quieto, cómo te vas a poner tan nervioso. Lolito querido, sos siempre tan obvio... No podés evitar hacer ruido al mover la silla, al sentarte, al poner la mochila debajo del banco y él te mira. Te mira: estás al horno. Se acerca, la puta madre, se acomoda el pelo largo, algo grasoso, y vos qué hacés, Lolo, dejá de mirarlo; dice algo, ¿qué? Matías te mira de arriba abajo y sigue de largo. Al pasar, mientras choca tu banco primero con el dedo pulgar y después con el índice, sonríe. Vos tratás de no mirarlo. Pero cómo no mirarlo.
A veces extraño Maipú, la plaza, el Polideportivo, la casa de tu mamá, tu habitación amarilla, tu cama, el contacto de tu acolchado suave sobre mi cara. A veces siento que de eso no quedó nada y no sé cómo decírtelo, o si decírtelo o no. Ya no somos los mismos, lo sabemos, y estamos a la espera de que alguno, el otro, se anime a ponerlo en palabras. Ayudame, Renata, decilo vos, decilo antes de que de nosotros no quede más que un recuerdo, antes de que empecemos, aunque ya empezamos, a no saber qué hacer con el otro, qué decirle y qué no, para qué decirle, para qué tratar de encontrar un sentido a lo que ya no lo tiene. Cómo decirte que te amo pero que ya no soporto llegar a El Lagarto, besarte y acostarme en esos colchones mugrientos, tirados en el piso, apelmazados, con esas sábanas pegadas de transpiración, apestadas. Cómo decirte adiós sin perdernos, sin perderme.
Por qué tantas dudas, Lolo. Si querés decirle hola, decíselo. Hola, ¿cómo estás? ¿sabés qué apuntes entran para el parcial del lunes? Seguro te mira de arriba abajo, o ni te mira, se da vuelta y se aleja con esas piernas largas. Está ahí, parado frente al bar; mira los precios, le hace un comentario a una chica, ríe. Te mira. ¿Te mira? Te mira. Y porque te mira te vas, das media vuelta y te vas.
Afuera por suerte ya no llueve, por lo que no vas a tener que sacar el paraguas. Te cerrás la campera y ves que Francisco, parado en la puerta, fuma y ofrece. Gracias, decís, y das una buena pitada. Francisco pregunta: ¿Sabés qué apuntes entran para el parcial? No, ni idea. Le devolvés el cigarrillo, y ahora que volvés a entrar al conservatorio estás decidido, o eso creés. En el baño, te mirás en el espejo, te arreglás el pelo, sonreís. Perfecto. Siempre estás perfecto, Lolito. No tengas miedo. Buscás a Matías por todo el edificio porque esta vez lo vas a enfrentar, lo vas a mirar a los ojos, a la boca, a donde quieras mirarlo. Mientras subís las escaleras del segundo piso te preguntás si la confianza te la dio el cigarrillo o la mirada de Francisco al ofrecerlo. No hay nadie conocido. Ya todos deben estar en clase. Subís al tercero, te metés en los baños, en las aulas. Nada. Matías no está. Hoy no es tu día. Quizás lo veas mañana y puedas decirle lo que tenés que decirle. Hoy no.
Volvés a salir del conservatorio. Francisco tiene otro cigarrillo en la mano, y cuando te mira, no sabés por qué, le sostenés la mirada; le decís creo que entran los módulos tres y cuatro y la fotocopia de ritmos. Él sonríe y dice gracias, vos te tomás el 126, ¿no? Camino hacia la parada Francisco te ofrece un cigarrillo, uno todo para vos, te habla, dice algo sobre una banda, un recital, algo que no importa. Te mira. ¿Estás bien?, pregunta, y vos sí, sí, perfecto. Son las dos de la tarde y la avenida está desierta. No parece venir ningún 126.
Francisco enciende su cigarrillo y aprovechás para mirarlo mejor: tiene el pelo castaño, oscuro, y la pata de araña de una rasta le sale de atrás de la nuca; tiene los labios demasiado finos y unos ojos oscuros, pequeños, pero es alto. Con esos labios tan finos, sonríe. De su mochila, algo desgastada pero de buena marca, saca un libro con un título en inglés. ¿Lo leíste? No, decís. Ah, es excelente, si querés cuando termine te lo presto. No pensás avisarle que no sabés nada de inglés, ¿y por qué te ofrece un libro en inglés si no sabe si sabés?
Francisco guarda el libro en su mochila, da otra pitada y se tira el pelo hacia atrás, ¿Hoy hacés algo?, dice y aprovecha la pregunta para acortar distancia. Sentís su perfume mezclado con el olor a cigarrillo, ¿trabajás? No respondés. Te tiemblan las piernas, se te seca la boca, todavía querés irte. Querés irte, Lolito, y pensás: por favor, que llegue el 126. Con una mano, Francisco sostiene el cigarrillo a unos centímetros de tu cara y con la otra te acomoda un mechón de pelo. ¿No querés qué hagamos algo? Sonríe. Vos metés las manos en los bolsillos, levantás la vista para ver si hay suerte y viene un 126, pero no. Querés irte, eso seguro, y por eso te sorprendés cuando te escuchás decir un bueno, sí, vamos.
Cómo decirte adiós, cómo despedirme de tu abrazo, de la única mano que me sostuvo, de la presión de tus dedos en mi espalda, del murmullo de tus uñas en mi pelo. Cómo olvidarnos, cómo convencerme de que perderte no es perderme, dejar todo lo que fui, lo que soy. Pero hace tiempo que no soy nadie. Perdoname, Renata, perdoname, dejame decirte adiós sin perderte, dejame verte, pero afuera de ese cuarto oscuro de El Lagarto. Dejame olvidar los colchones, el olor, la oscuridad.
Quizás volvamos a algún otro día. Allá al fondo, lejos, en Maipú, cuando yo era tan torpe como ahora pero menos miedoso, cuando te esperé más de una hora sentado sobre un tronco caído, seguro de que ibas a llegar, y al verte te dije que te hubiera esperado otras diez horas más sin moverme. Dejame decirte adiós, Renata, y esperame allá, sentada sobre el tronco de aquel árbol viejo, junto a la casita blanca, en el Polideportivo, a tres cuadras de tu casa, a cinco de la mía, a doscientos setenta y cuatro kilómetros de acá.