El tercer componente

11.04.2021

En el barrio se decía que el Polaco estaba dispuesto a hablar de aquel partido con cualquiera que quisiera escucharlo y que lo único que pedía a cambio era un vaso de fernet con soda. En otras épocas, se lo podía encontrar los fines de semana en el bar de la calle Italia que sólo se llena los días de partido. Escondido en una mesa del fondo, el Polaco pedía un fernet que, según palabras de mi viejo, siempre mezclaba con alguna otra cosa más fuerte ("ningún boludo el Polaco"). Las malas lenguas decían que era un vendido, un panqueque, un veleta que, vendido, panqueque, se ponía la celeste y blanca los domingos en que la Academia era local y, veleta, la del rojo cuando, al domingo siguiente, Independiente jugaba en Avellaneda. Si esto fue así, sólo lo saben quienes trabajaron en el bar durante esos años, aunque mi viejo me juró y recontrajuró que el Polaco era de Racing y que eso no se discutía ("el Polaco es de Racing y el que dice otra cosa es un cagón").

Cuando en el '92 a Racing le tocó disputar los octavos de final de la Supercopa con Independiente, yo recién había cumplido nueve años y acababa de salir de una bronquitis que, según mi vieja, había estado a nada de matarme ("estuvimos a ésto de tener que enterrarte"). Aunque era viernes me habían hecho faltar al colegio porque hacía un poco de frío y estaba por largarse una tormenta, pero convencido de que a nadie, y menos a mis padres, se le podía ocurrir que yo iba a perderme ir a la cancha con semejante partido, me vestí con los botines, el short y la camiseta nueva de la Acadé para esperar a mi viejo... que nunca llegó. Hasta el día de hoy se justifica con un supuesto embotellamiento en el Centro, pero yo sé que no se animó a pasar por casa para decirme que yo, de botines, short, camiseta, ese día no iba a ir ("no, hoy no vas, hoy no"). Como siempre, a mamá le tocó darme la mala noticia y yo juré no volver a dirigirle la palabra nunca más, o al menos durante los noventa minutos del partido.

El momento en el que suena el silbato es el peor. La pelota en el centro de la cancha, el delantero expectante con un pie sobre ella y el otro en el césped, y la multitud detrás. Hasta ese momento todo está bien, porque en el vestuario los noventa minutos son noventa posibilidades de triunfar: tirar magia con un caño; pasar a dos y largar un gran centro perfecto que un compañero convierta en gol; evitar un avance rival con un quite preciso; quedar mano a mano con el arquero y gritar gol. Pero después, ahí en la cancha, de espaldas a la multitud, justo en el momento en el que el árbitro da inicio al partido, los noventa minutos se vuelven noventa posibilidades de cagarla: que te hagan un caño; hacer un centro demasiado pasado o, peor, pifiarle a la pelota; regalarle un penal al rival y comerse el grito de gol de los otros. Son pocos los que en ese momento de quiebre, al escuchar el silbato, no se sienten invadidos por el terror. El Turco García era de esos. Y ese día, como en el partido con Huracán, como en el partido con Vélez, como en los ciento veintinueve partidos que jugó con la casaca celeste y blanca, estaba listo para demostrarlo.

El Polaco había estado en todos los partidos importantes, o al menos eso decían. Desde pibe, el fútbol era el centro de su vida, su obsesión. Algunos decían que había hecho las inferiores en Racing, otros que sólo llegó a jugar algún partido en la reserva de un modesto equipo de la Primera B, y sus detractores que ni eso. Aunque le ponía garra y sabía pegarle con las dos piernas, no tenía suficiente fuerza ni altura para jugar de central, ni habilidad de mediocampista, menos que menos velocidad para lateral y nada, pero nada, de olfato de gol.

A diferencia de muchos otros amantes del fútbol sin talento, el Polaco no le dio la espalda a su pasión y buscó hacer carrera como director técnico. Algunos decían que su sueño era dirigir a Racing, otros a Independiente, aunque mi viejo aseguraba que no y que no, que el Polaco quería dirigir a Racing y se acabó, ("y el que dice otra cosa es un cagón"). En todo caso, al Polaco le fue mal, tanto que dejó su plan antes de haberlo empezado, y trató de iniciar una carrera política en el club, pero como no era hablador ni simpático (por entonces ya le daba al fernet y a la petaca) y tampoco tenía guita, este tercer plan, al igual que los otros, tampoco funcionó. Ya decidido a abandonar el mundo del fútbol, se encontró con que un tipo de la dirigencia sintió compasión y le ofreció una changa, un laburito, el honor de ser ayudante del canchero. Y así fue. De la noche a la mañana, el Polaco se convirtió primero en ayudante y después en una pieza fundamental del Estadio Presidente Perón o, según las malas lenguas, de La Doble Visera. Haya trabajado los años que haya trabajado en donde sea que lo haya hecho, decían que ningún partido fue tan trascendental en su carrera como ese del 2 de octubre del '92, que yo había jurado ver desde el mismísimo sorteo de las llaves.

Después de haber probado distintas estrategias (miradas frías, silencios de más de dos minutos, gritos, llantos y alguna patada), decidí dejar de lado mi orgullo y fui a la cocina, donde mamá me esperaba con mate, tortas fritas y, por supuesto, la radio encendida. Aunque yo no iba a preguntar, mamá se compadeció de mí y me hizo un resumen ("...cero a cero; Mahia casi nos convierte pero se lo morfó abajo del arco y dicen que Guendulain casi la mete, pero creo que el relator exageró. Parece que ya se larga la tormenta...").

Mate, torta frita, la radio, mamá y yo nos comimos las uñas con el remate de Cagna y aplaudimos a Roa cuando la mandó al córner. Para el momento en el que el juez Bava tuvo que parar el partido por los remolinos de viento, mamá ya sacaba la segunda tanda de tortas fritas y yo ya me había ablandado. Cuando el relator anunció que se había largado a llover, ella por suerte no dijo nada. Al rato hubo dos córners seguidos, decían que el viento nos favorecía y que, aunque nos faltaba juego, al menos empujábamos. Yo, con la siete estampada en mi camiseta, confiaba en que el Turco García la iba a romper. El gol iba a llegar, estaba convencido, pero nunca pensé que iba a llegar de esa manera.

Todo juez es humano y eso no se discute. Todo humano puede equivocarse y eso tampoco se discute. Pero un juez no puede equivocarse en un partido, menos que menos en un clásico y, por nada del mundo, en un clásico por los octavos de final de la Supercopa, salvo en caso de que la equivocación, el yerro, la falta, sea a favor de nuestro equipo. Ahí sí, el juez es humano, los humanos pueden equivocarse, y se acabó la discusión. Ese día, nadie pensó que Castrilli, juez de línea en el partido entre Racing e Independiente por los octavos de final de la Supercopa, podía no ver lo que no vio; nadie pensó que Castrilli podía cometer semejante error en un partido tan trascendental, y menos que menos lo pensó él, pero así y todo...

Borracho o no, el Polaco hacía magia. Hablaba poco y andaba siempre con su petaca, pero con dos mangos con cincuenta (y en ese momento el club tenía dos mangos con cincuenta), te arreglaba el campo en un santiamén, o eso decían. Al momento del partido de octavos de final de la Supercopa, yo no pensaba ni en el campo de juego, ni en la lluvia, ni en el campo de juego embarrado por la lluvia, sino que disfrutaba de la hazaña del Turco García que, intrépido, habilidoso, atorrante, acababa de humillar a Islas y compañía con un gol hecho con la mano. El Turco nos había regalado nuestra propia "mano de Dios" y yo podía anticipar el momento en el que vería a mi compañero de banco, fanático del rojo, lleno de bronca e indignación por el gol tramposo ("fue trampa, eso no vale, no es fútbol...").

Con el gol terminé de ablandarme, olvidé la traición de mi mamá (y de mi papá) y agarré con fuerza una de sus manos mientras le pedía al Dios del fútbol que por favor ganáramos ("...tenemos que ganar. Por favor, hoy tenemos que ganar..."). Grité cuando Roa atajó el penal de Mohammed, salté cuando Matosas nos salvó justo en la línea y apreté todavía más fuerte la mano de mi mamá cuando Cagna remató al arco con fuerza y, por la gracia de Dios, algo desviado. Ella casi no hablaba, un poco porque disfrutaba verme así, pero más que nada porque también estaba nerviosa. Y aunque hablaba poco, las palabras que decía eran justo las que yo necesitaba escuchar ("hoy ganamos, el Turco García está intratable...").

Si todos los pibes quieren ser delanteros es porque, después de todo, el fútbol vive del gol. Los defensores y los arqueros son elegidos figura sólo en olvidables cero a cero o en algún que otro partido más entretenido que termina uno a uno, porque de lo que se ocupan es de evitar la magia, el grito, la satisfacción del gol. Todos los pibes quieren ser delanteros, pero sólo algunos cuentan con las condiciones necesarias. Después, de esos pibes que no pudieron ser delanteros salen arqueros, defensores y mediocampistas, destino que algunos (muchos, casi todos) sólo aceptan con resignación y otros (muchos, pero menos) aprenden a disfrutar al descubrir que, aunque en el fútbol los goles lo son todo, no todo en el fútbol es hacer gol.

Así y todo, ser delantero y no convertir es una herejía, una soga al cuello, y sólo algunos, los menos, logran levantarse cuando arrancan mal, porque los minutos se acumulan, o más bien, otros (que hablan mucho pero no hacen goles ni los evitan) se ocupan de sumarlos y llevarlos de acá para allá como un trofeo ("tal delantero no mete goles desde hace equis minutos", "tal no está dulce, hace rato que no convierte"). Ser delantero y no convertir es caer en desgracia, es no ser nada, es morir. Félix Torres jugó sólo ocho partidos con la camiseta de Racing, y en esos ocho encuentros metió un único gol: el dos a cero contra Independiente en el partido de ida por los octavos de la Supercopa, el 2 de octubre de 1992.

A papá le gustaba decir que ese día en la cancha había tenido al Polaco a unos pocos metros ("tres, cuatro metros como mucho"). Aunque no podía asegurarlo, siempre que podía decía haberlo visto tirar productos varios durante el entretiempo para evitar que el partido se suspendiera definitivamente y hasta una vez, con varias copas de vino encima, se animó a decir que había creído verlo rastrillar el pasto (o el barro) bajo la lluvia. Porque pasaba que, después del gol, el Turco García estaba dulce y en el segundo tiempo no paró de amagar a los rivales, hacer pases de gol y mandar centros al área. Racing buscaba por todos los frentes ampliar la diferencia, pero no podía, y en lo que nadie pensó fue en la influencia de un tercer componente, además de los jugadores y los jueces: el barro (o el Polaco y su trabajo en el barro).

Algunos, como mi papá, decían que el Polaco lo había hecho a propósito, que durante el entretiempo se había esforzado en dejar el campo de juego en condiciones, pero había hecho una excepción. Decían que, pícaro, astuto, sagaz, había dejado el área de Independiente hecha un fango porque si los jugadores, la suerte y los referis pueden influir en el resultado de un partido, por qué no el canchero. Y ese día, qué duda cabía, Racing tenía que ganar.

Yo, como buen hincha, no daba dos pesos por el "Gordo" Torres, que se había ganado ese mote no por gordo sino por lento, y qué se puede esperar de un delantero lento. Pero esa noche tuvo dos chances de gol. Primero se fue solo en un contraataque y, mano a mano con el arquero, solo, solito, no pudo gritarlo. Y yo, entre una y otra torta frita, lo puteaba ("este Torres no hace nada bien, todas cagadas hace"). Mamá no decía nada pero asentía. A los pocos minutos, cuando Racing bombardeaba el área rival, el Turco García (quién si no) encaró por izquierda, llegó al lado de la línea final y tiró un centro al área que Torres, por una vez, tras una patinada en el barro, logró convertir ("Félix Ricardo Tooooooooorreees"). Un gol que, según mi papá, fue cincuenta por ciento del Turco, cuarenta de Torres y diez del Polaco ("el segundo gol fue cincuenta por ciento del Turco, cuarenta del gordo y diez del Polaco, y el que dice otra cosa es un cagón").

Después del segundo gol, a mí ya no me importaba nada: ni la bronquitis, ni haber faltado a la cancha, ni haberme enojado con mi mamá; y a mi mamá tampoco le importaban ni mi enojo ni mi bronquitis, porque cuando me saqué la camiseta para revolearla y cantar ("la Acadé, la Acadé...") no dijo nada. La lluvia ya había amainado cuando Mahia descontó y nos amargó un poco la alegría. Ese partido de ida terminó con una roja para el Turco García que, intrépido, habilidoso, atorrante, le dio el pesto a un rival, y sin él en el partido de vuelta no pudimos hacer goles, pero igual pasamos a cuartos.

Cuando la historia del Polaco estuvo en su auge, cuando todos en mi escuela hablaban de él, me obsesioné con cruzármelo en alguna esquina, en un bar o en la cancha, pero eso nunca pasó. Mucho después, cuando ya no iba al Cilindro con mi viejo sino con mis amigos, fui al bar de la calle Italia a comprar una cerveza y sentado al fondo, bien al fondo, vi a un hombre que, escuálido, rubión, bebía un vaso de fernet. Lo miré varios minutos para ver si sacaba la petaca, traté de adivinar si sus manos estaban cuarteadas y estuve a punto de preguntarle si era verdad que había dejado el área en mal estado, si se lo había contado al Turco García, si era hincha de la Acadé o del Rojo (porque de los dos no se puede ser), hasta que el hombre le hizo señas al mozo y en medio del ruido escuché que le pedía una Coca Cola. Entonces supe que no, que por nada del mundo ese hombre podía ser el Polaco porque, según mi viejo me dijo mil veces, nunca jamás, por nada del mundo, el Polaco mezclaba Coca y fernet ("el Polaco no toma el fernet con Coca y el que dice otra cosa es un cagón").

Desde ese día no lo busqué más y acepté que, controvertido, de Racing o de Independiente, leyenda, el Polaco existía en alguna parte sin necesidad de que yo lo confirmara. Con el tiempo, todos en el barrio lo olvidaron y lo que quedó del partido para una mitad de Avellaneda fue la picardía del Turco García que, intrépido, habilidoso, atorrante, nos había dado la gloria de humillar al rojo y, para la otra mitad, la equivocación, el yerro, la falta del juez de línea que no había visto lo evidente o, peor, había decidido no verlo. Allá en el olvido quedó el campo de juego, el barro y el Polaco que, héroe o no, también supo incidir en el destino.