Rodado 26
No, esas no, éstas de acá, ¿ves?
Las negras así son las más ricas, pero vos no sabés porque hace un
montón que no venís, dice Pedro, y se mete una mora en la boca. Con los dientes manchados, sonríe y apoya uno de sus dedos pegajosos
sobre mi remera blanca. Sé que lo hace a propósito, pero lo dejo
porque no quiero pelear. Antes de venir, mamá me avisó que mi
hermano estaba difícil, caprichoso como nunca, pero no me dijo que
además en el último año creció quince centímetros. Cumple diez,
pero parece de doce.
Como no digo nada, Pedro come una segunda mora y corre cuesta abajo. Está más rápido que el verano pasado y a mí nunca me gustó correr, así que le grito que vuelva, volvé, que no tengo ganas de perseguirlo, que pare, pará, Pedro, no me hagás correr que no dormí nada en el micro de mierda ese.
Lo encuentro un poco más abajo, sentado sobre una roca. Mastica el tallo de alguna planta y entre la camisa abierta y el sombrero de vaquero parece un Indiana Jones en pendejo. Me gustaría decirle que está enorme, que lo extrañé, pero él me mira con odio:
-¿Y para qué viniste entonces?
-Por tu cumple, tonto -le digo.
-Si mis amigos ni te conocen a vos.
-Me los presentás mañana.
-No sé si voy a tener el tiempo de eso porque... nosotros hacemos muchas actividades en los cumples -dice-. Vamos que a esta hora salen todos los bichos.
Ya en la casa, mamá manda a Pedro a bañarse y me pide que la ayude a hacer el puré para las milanesas. Aunque me las prepara todos los veranos porque de pibe eran mi comida preferida, siempre le salen un poco aceitosas.
-Roberto vuelve mañana temprano -dice-, tenía que quedarse en la proveeduría por unas entregas. Dijo que te manda saludos.
-¿A qué hora es el cumpleaños mañana? -pregunto. No me interesa dónde está ni cuándo vuelve Roberto. Ni si los saludos existieron o son un cuento de mamá.
-A las cinco. Y todavía tengo que ir al centro a buscar los sanguchitos y hacer la torta y... lo digo y ya me estreso.
-Yo puedo ir si querés.
-¿Al centro?
-Sí, tengo que ver lo del regalo.
-Pero si ya te dije...
-¿Cuál regalo? ¿Qué vas a...? -descalzo, Pedro abre la heladera y saca un postrecito de chocolate.
-Vamos a comer ahora, Pedrito, dejá eso -dice mamá- y ponete algo en los pies.
Pedro devuelve el postre a la heladera con esa cara de me rompés las pelotas que vi tantas veces en Roberto. Mamá le saca importancia con una sonrisa y un ya te dije que estaba bravo.
Durante la cena, Pedro no vuelve a preguntar por el regalo, pero estoy seguro de que logré interesarlo. Hace meses que quiero regalarle una bici igual a la que me compré yo a los quince: una mountain bike rodado 26 con veintiún cambios y los mejores frenos, toda negra. A mamá la idea le pareció mal porque dice que voy a gastar mucha plata y que hay que ver si Pedro realmente la aprovecha, que a Neuquén no puede ir porque la ruta y el tráfico, y que tampoco sabe cuánto va a poder ir al Parque ahora que vuelve la escuela. Lo de la guita es verdad, pero no me importa.
Sabés cómo es con ese tema, dice mamá, y es que a Roberto no le gusta que otro maneje el auto. Mamá abre la puerta del horno y mete la pasta líquida del bizcochuelo.
-¿Y si vamos ahora? -digo.
-No sé -mira el reloj- ya es un poco tarde.
-¿Y los sanguchitos?
-Arreglé con la mamá de un amiguito de Pedro para que los pase a buscar.
Le quiero preguntar por qué no me dijo, que si lo hace a propósito, que por qué tiene que ser tan complicado todo, pero hace años que evito cualquier roce con mamá. Es un pacto implícito: podemos llevarnos bien mientras no hablemos de nada de lo que nos importa.
Pedro me sigue por la casa mientras desempaco mi bici. Debería llamar a la bicicletería y pedirles que me esperen, pero tengo solo dos horas para ir hasta el centro, buscar la bici que encargué y volver.
-¿Vas a llegar a mi cumple? -dice Pedro.
-Obvio.
Los que creen que en el sur no hace calor es porque nunca hicieron veinte kilómetros de bici por la ruta un diez de enero a las tres de la tarde. En la ruta no tengo señal para llamar y pedir que me esperen, que no cierren, que voy a llegar en quince, no, en veinte, quizás en treinta minutos para buscar la bicicleta negra, ésa, sí, la rodado 26.
Cuando llego, las calles del centro están desiertas, pero mágicamente la bicicletería tiene el cartel de "abierto". Una mujer abre la puerta del local mientras bosteza y antes de que me pregunte nada yo ya dije tres veces bicicleta, rodado, Rodrigo, Pedro, regalo, pero ninguna oración coherente.
-Que vine a buscar una bicicleta rodado 26 -digo.
-¿La reservaste?
-Sí, hace una semana.
-¿A nombre...?
-Rodrigo. De Rodrigo.
La mujer se arrastra hasta el fondo del local y vuelve a los diez minutos:
-No hay nada a ese nombre.
¿Cómo? ¿qué? ¿Cómo que no hay nada? No sé qué decir, porque sin dudas la reservé y la reservé acá y hace meses que dije, y si yo llamé, digo, si yo llamé hace dos días para recordarles...
-No hay nada a ese nombre -repite.
Podría irme y comprar otra cosa, cualquier cosa, si total Pedro no sabe sobre la bici y de última a mamá le pareció una mala idea y ella sabrá, lo conoce mejor, si yo no lo veo más que tres días al año, y por qué me volví tan hincha pelotas con un regalo.
-Te está por explotar la cabeza -dice la mujer.
-¿Cómo?
-Eso. Te explota. Te sale humo. Se ve.
-Yo no....
-¿Querés que te muestre alguna bicicleta?
Y no, no quiero alguna bicicleta. Quiero ésa, la que reservé, la que ya sabía que iba a comprar, la que calculé que podía comprar, y ni siquiera sé cuándo digo que sí, que bueno, que me muestre, y al momento me arrepiento porque las bicicletas son muy caras o muy baratas, pero no hay ninguna como ésa, que era perfecta para Pedro: la misma bici que esa otra en la que alguna vez yo lo llevaba.
-¿Vas a llorar? -dice la mujer.
-¿Cómo? ¿Qué...? -Y antes de que llegue a decir que no, que cómo voy a llorar, me doy cuenta de que estoy llorando. No sé por qué si no es más que una bicicleta.
Pido disculpas, que me disculpe, y es que hoy me enteré de algo terrible, miento, y salgo del local. Estoy entre ir a comprar una pelota o llamar a algún amigo y preguntarle si puede prestarme plata, cuando escucho la voz de la mujer a mis espaldas:
-Pibe, vení.
Pedro me mira y sube a la bici: sus pies solo llegan a rozar el piso. Le digo que el asiento puede bajarse si quiere, pero me dice que no, que llega perfecto, que está buenísima. Por un momento imagino que viene conmigo a Bariloche a recorrer el sur con mis amigos: un Pedro más alto, con algo de bigote, pero todavía su cara de nene, se sienta al lado del fogón y me pide una cerveza.
-¿Qué es eso? -dice Roberto. Apoya las manos sucias de grasa sobre el manubrio- ¿Quién te la dio?
-Rodrigo fue -dice mamá- ¿Me ayudás con las banquetas, Roberto?
Él la sigue pero habla fuerte para que se escuche que no le parece, que es peligroso, que a Pedro le queda grande, que yo debería haber preguntado, que cómo es que está dos segundos y ya se cree que tiene la potestad de algo así, Viviana, no puede ser. Roberto agarra una cerveza del freezer y agrega:
-Si tanto quiere ayudar, que te dé una mano con las banquetas.
Roberto se aleja por la puerta que va al patio, donde lo esperan los padres de los amigos de Pedro. Me pregunto qué sabrán esos otros de mí, qué les habrá dicho él, si será mi imaginación que me miran distinto.
Mi hermano sigue arriba de la bicicleta. Sus amigos señalan las ruedas, las manijas de los cambios, la forma encorvada del manubrio. Mamá se acerca para avisar que dentro de poco están los sanguchitos, que por qué no guarda la bici por un rato, que no, acá no la dejés, Pedrito, mejor en la habitación. Sí, después podés andar, claro. Y al pasar, me pide que la ayude con las banquetas.
Esa tarde, después del cumpleaños, Roberto se va para la proveeduría. Mamá no cree que vuelva hasta el día siguiente, tiene mucho trabajo, dice, y yo tengo ganas de escupirle que sé que es por mí, que siempre lo mismo, que lo deje de una vez, por favor, que se venga para Buenos Aires o que por lo menos ponga alguna foto mía ahí, en el living. Pero hace tiempo que entendí que mamá solo puede decirme Rodrigo unos días al año.
Mañana, como todos los años, mamá y Pedro me llevarán a la terminal. Ella dirá que espera poder ir pronto a Buenos Aires a visitarme, que quiere conocer a mi novia, que por qué no la traigo el próximo verano. Quizás esta vez Pedro me pregunte por qué no lo llevo con él, quizás no. Los dos me saludarán con la mano y los veré desaparecer entre los edificios. Hasta el próximo verano.